Lo último que vi, una sonrisa a medias, forzada por las lágrimas que intentábamos reprimir, y su mano diciéndome adiós.
Me quedé sola en un pasillo triste y desolado con sabor al eco de sus pisadas. Y es que nunca me gustaron las despedidas ni encontré el modo de hacerlas menos frías. Ahora, escribo con un nudo en la garganta y los ojos húmedos al ver la habitación en su orden habitual, sin piezas de ropa en el escritorio ni cargadores que llenaban las estanterías. El armario ahora cierra y la habitación queda en silencio falta de esas risas que antes las inundaban y miradas cómplices entre consejos de media noche.